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Las cadenas del diablo

El PRI te escrituró un estado y las cadenas de la deuda el diablo. La adaptación de este verso de Suave Patria, de López Velarde, a la realidad de Coahuila le viene como anillo al dedo a Miguel Riquelme, quien ganó la gubernatura en un final de fotografía.

El clamor de los coahuilenses en la elección del 4 de junio de 2017 reprodujo la proclama maderista de «¡Abajo los mismos!», citada por el historiador Salvador Rueda Smithers en un programa del Canal Once, dedicado a Porfirio Díaz el 18 de noviembre.

El moreirato, activo todavía en el PRI, en el Congreso, en el Poder Judicial, en el Sistema Estatal Anticorrupción (SEA) y en otras áreas de la Administración, es un lastre del que Riquelme no ha querido o no ha podido desprenderse por completo. Razones tendrá.

Si es por lealtad a la marca, su compromiso con el estado la rebasa; si por debilidad, dos años en el poder deberían haber bastado para asumir por completo el control del Gobierno y alinear a los grupos políticos y de interés; si para no afrontar a un clan experto en guerra sucia, es preferible la ruptura que cuatro años más a medias tintas.

Como Secretario de Gobierno de Rubén Moreira, Riquelme pidió pasar página al tema de la deuda. El caso de los 38 mil millones de pesos esfumados serviría para escribir un tratado sobre corrupción. Después de pagar casi 8 mil millones de pesos de intereses en los dos primeros años de su gestión, el Gobernador quizá ahora dimensione:

1) el perjuicio causado por los Moreira a Coahuila y a varias generaciones; y

2) el repudio social contra el apellido y las siglas del PRI.

Maniatado por la deuda, castigados los estados por la Federación con menos participaciones, y sin capacidad de endeudamiento a largo plazo, Riquelme parece condenado a administrar la crisis, herencia del moreirato. Las condiciones no le permiten emprender grandes obras, pero aun así no se amilana: al mal tiempo, buena cara.

En la campaña electoral de 2017, cuando el peso del docenio le doblaba las espaldas y brillaban luces de alternancia, Riquelme quiso deslindarse del pasado. «No me apellido Moreira». Pero la sombra del clan lo persigue. Humberto vive en Saltillo; a su hijo Humberto Rubén el Instituto Electoral de Coahuila, de tufo moreirista, le regaló un partido y dinero para gravitar en torno al PRI; Rubén ostenta un escaño y la jefatura de la anodina diputación coahuilense en el Congreso Federal; Carlos hace y deshace en el SNTE; y Álvaro maneja la estructura electoral del Comité Directivo Estatal priista.

Riquelme ha podido lidiar con un Congreso de mayoría opositora, cuyo desempeño no se distingue de las anteriores legislaturas, controladas por el PRI.

Los acuerdos cupulares con el PAN y la ausencia de liderazgos en Morena le han facilitado la tarea.

La falta de voluntad para investigar las denuncias penales por la deuda y el desvío de 475 millones de pesos a empresas fachada, perpetúa la impunidad, desmiente la retórica oficial y vuelve inútil la estructura burocrática creada para atacar la corrupción.

En un claro conflicto de interés, el SEA está en manos de exempleados de Rubén Moreira.

Riquelme inicia en ese contexto su tercer año de gobierno, marcado por la incertidumbre y lastrado por la deuda y la impunidad.

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