Los usuarios de la Inteligencia Artificial corren un riesgo silencioso porque creen que es infalible y con eso pueden nublar su propio criterio.
La semana pasada mientras desayunaba con una abogada que me preguntaba por qué su despacho debería tener presencia digital, nos llamó la atención la conversación de dos jovencitas hablando sobre cómo la IA le había sugerido contestar un exámen psicométrico y cómo ella suele preguntarle cosas tan cotidianas como qué perfume usar o si el día está para usar jeans o vestido. Claro que las chicas se estaban riendo, mientras la abogada, una señora de casi 70 años, y yo nos vimos con cara de ¿qué está pasando?
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Y es que la Inteligencia Artificial Conversacional (IAC) se ha convertido en una presencia cotidiana: responde rápido, suena segura, organiza ideas y ofrece una sensación de acompañamiento que antes sólo encontrábamos en personas; y justo son esas características las que ponen a los usuarios en un riesgo silencioso porque creen que la IA es infalible y con eso pueden nublar su propio criterio.
Recordemos que la IA está programada para dar respuestas coherentes, estructuradas y con un tono que imita la seguridad humana, de esta forma nuestro cerebro, lo interpreta como liderazgo o experiencia y se siente seguro, porque suena correcto; además la IA está disponible a cualquier hora, nunca se cansa y siempre responde. Es tentador pensar que puede reemplazar la interacción humana, la empatía de un amigo o la guía de un profesional.
Sin embargo el ser humano, con sus defectos y virtudes, es valioso precisamente por lo que ninguna IA puede replicar: nuestra capacidad de sentir y de intuir.

La tecnología puede ampliar nuestro mundo, ofrecernos información, sugerencias o caminos alternativos, pero nunca debe ocupar el lugar de nuestra conciencia ni sustituir la mirada humana que escucha y acompaña con empatía. La IA procesa datos; nosotros procesamos emociones, historias y vidas. Cuando confiamos ciegamente en una máquina para entender nuestros problemas, corremos el riesgo de anestesiar nuestra propia capacidad de reflexión.
No se trata de rechazar la inteligencia artificial, sino de recordar su lugar: herramienta, no oráculo; apoyo, no brújula. Puede ayudarnos a pensar, pero no a sentir por nosotros; puede ofrecernos consejos, pero no reemplazar la experiencia de un abrazo, de una conversación, de un oído atento.
Creo que es muy importante volver a nuestro tejido social, a esas pequeñas interacciones que construyen comunidad: conversar con alguien mientras esperamos en la fila del banco, intercambiar unas palabras con el vecino, saludar a las personas que pasean mientras sacamos a los perros, escuchar historias que no están en un chat ni en un algoritmo. Aprender a convivir con la inteligencia artificial requiere conciencia, límites y respeto hacia nuestra humanidad.
Que nos ayude a pensar, sí. Que piense por nosotros, nunca. La belleza del ser humano está en lo imperfecto, en lo intuitivo, en lo emocional, en los errores que nos enseñan y las risas que compartimos. Ninguna tecnología, por brillante que sea, merece tanto poder sobre nuestra mente, nuestro corazón o nuestra libertad.
Todos los comentarios son bienvenidos a veronica@vaes.com.mx
Nos leemos, la próxima vez. Hasta entonces.

Verónica Valencia
VERÓNICA VALENCIA GÓMEZ es periodista especializada en Tecnologías de la Información, cuenta con una maestría en marketing digital. Es consultora de comunicación y mercadotecnia en Vaes Comunicación. Ha trabajado en periódicos como Grupo Reforma, Milenio y El Mañana de Reynosa.
Este texto es responsabilidad única, total y exclusiva de su autora, y es ajeno a la visión, convicción y opinión de PorsiAcasoMx
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