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La enfermera

Las paredes incoloras del lugar abrazaban mis pupilas, y al fondo del pasillo escuché los aumentantes pasos (casi mudos) de sus zapatos blancos.

Cuando llegó a donde yo, simplemente asintió con la cabeza, entonces me puse sobre mis pies que avanzaban hacia el cristal traslúcido de la puerta que hacía una insistente invitación a mis rodillas a que dejasen de sacudirse, e inmediatamente entré en aquel lugar atónico y me recosté en una pequeña cama que se encontraba ocupando un pequeño espacio al fondo.

Ella se acercó hacia mí y como era su costumbre, me preguntó amablemente:

-¿Cómo estás? – 

Yo apenas queriendo separar los labios contesté:

– Bien.

Cuando me di cuenta, ella ya retiraba el vendaje de mi brazo, mientras yo mecía las puntas de los pies.

No entendía exactamente por qué mis manos se humedecían cuando las suyas casi heladas jugaban a buscar mis delgadas venas, me hacía unas cuantas preguntas de cortesía y yo sólo trataba de contestarlas lo más rápido posible, mientras mares de preguntas me inundaban la mente.

Preguntas que no podía responder, o tal vez no quería, y de vez en cuando aparecía un náufrago pensamiento que me decía «estarás bien».

Varias veces le sugerí a mi razón que ignorara la jeringa que aquella mujer sostenía, pero es que parecía meramente inercia el mantenerme observando los veinte mililitros de aquel líquido burbujeante que pronto estaría dentro de mí.

Cuando por fin terminó de preparar la sustancia, se acercó y giré el rostro hacia la pared buscando un lienzo para comenzar a dibujar caminos y rutas de escape para todos aquellos pensamientos que comenzaban a atacarme en cuanto el líquido aterrizó en mi brazo y fríamente abría camino entre mi cuerpo, fue entonces cuando vi a la eternidad reencarnar en el cuerpo de aquellos tres minutos, y esperé un poco más para que cesara aquella incómoda sensación.

En cuanto pude, me senté y giré mi cuerpo hacia ella nuevamente, y entre un suspiro extendí mi brazo invitándole a ponerme de nuevo el vendaje, fue cuando alzó sus ojos amielados y ligeramente cobijados por sus rizadas pestañas hacia mí, y comenzó a enredar la venda en mi muñeca en total silencio, era tan sordo su movimiento que lo único que podría distraerme la emanación volátil del olor a alcohol que dejaba escapar cada vez que movía su brazo de un lado al otro.

Finalmente me levanté, le agradecí, tomé mi saco y cerré aquella puerta, sabiendo que detrás de aquel cristal traslúcido sólo habría quedado un trozo de venda, dos algodones, una enfermera y la promesa de regresar al día siguiente…

Este texto es responsabilidad única, total y exclusiva e su autora, y es ajeno a la visión, convicción y opinión de PorsiAcasoMx.

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