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Ídolo con pies de barro

Andrés Manuel López Obrador (AMLO) se formó en el PRI de los 70, cuando el Estado era poderoso y el Presidente controlaba la economía, la información y el Congreso; los gobernadores, alcaldes y sindicatos también estaban bajo su férula.

En esa época, los enemigos del Gobierno eran los empresarios, los banqueros, la Iglesia y el PAN; y sus aliados, los obreros, los campesinos y las clases populares. Carlos Salinas los cambió por el gran capital, la jerarquía eclesiástica y la banca. Las reformas neoliberales de ese sexenio subordinaron al Estado y lo convirtieron en actor secundario.

AMLO pretende restablecer el Estado fuerte y centralista para que ningún sector imponga sus intereses ni usurpe funciones exclusivas de los poderes y órganos de Gobierno. Frente a las alternancias fallidas entre el PRI y el PAN, el avance de la plutocracia, el abandono del estado de bienestar y el saqueo del erario y de los recursos naturales, los ciudadanos optaron por una Presidencia vigorosa, capaz de poner coto a los abusos del poder y volver la mirada hacia los más necesitados.

AMLO recibió no solo una votación abrumadora, sino también la mayoría en las cámaras de Diputados y de Senadores y en 20 (de 32) legislaturas locales. El Presidente no necesita que los gobernadores sean de Morena o sus satélites (Encuentro Social, PT y Verde), pues los tiene en un puño. La Auditoría Superior de la Federación vigila; la Fiscalía General de la República es la nueva espada de Damocles (antes era Gobernación) y Hacienda les alzó la canasta.

Los gobernadores perdieron la fuerza que tuvieron con Vicente Fox, Felipe Calderón y Peña Nieto. Salvo Enrique Alfaro (Movimiento Ciudadano), Javier Corral y Diego Sinhué Rodríguez (PAN), de Jalisco, Chihuahua y Guanajuato –único estado donde AMLO perdió–, respectivamente, los demás siguen los dictados de Palacio Nacional.

La reforma al poder Judicial aumentará la influencia presidencial en la Suprema Corte y en los tribunales de justicia locales. Órganos autónomos –no exentos de vicios y fallas– como el INE y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación serán reestructurados y sus equivalentes en los estados desaparecerán.

La concentración de poder no se ha traducido en mejores resultados; tampoco los hubo en los gobiernos divididos de Fox –a pesar de su legitimidad–, Calderón y Peña Nieto. Antes del TLC, México era un país proteccionista y aislado; hoy el mundo es otro. Sin embargo, la globalización, ahora en crisis, no ha resuelto la desigualdad; los problemas sociales se han profundizado.

La pandemia del Covid-19 puso de relieve otro de los efectos perniciosos del neoliberalismo: el abandono de los sistemas de seguridad social, en particular, los de salud. AMLO, como Vladimir Putin –exmiembro del servicio de espionaje de la dictadura soviética–, ha dado pasos sólidos para recrear el pasado en un mundo distinto, pero en crisis. La democracia no goza de aprecio por su falta de respuestas a las demandas de la población y su inclinación por el estado de privilegios.

AMLO sigue la misma ruta del líder ruso, quien ha ocupado el cargo en cuatro periodos, los últimos tres de manera consecutiva. Putin, como Porfirio Díaz, tuvo en Dmitri Medvédev a su Manuel González para fingir su retiro y después eternizarse en el poder.

Declarar que la emergencia sanitaria cayó como “anillo al dedo” confirma el proyecto de AMLO de revivir la idolatría por un Estado con pies de barro. La tentación autoritaria solo puede conjurarse con votos. Cualquier receta no democrática terminaría por hundir al país más en el caos.

Este texto es responsabilidad única, total y exclusiva de su autor, y es ajeno a la visión, convicción y opinión de PorsiAcasoMx.

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