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¡Gracias, don Raúl! (1)

La Iglesia Católica, a lo largo de la historia, ha sido un actor político imprescindible. Por ejemplo: el Estado Mexicano contrapunteó su formación en enfrentamiento con ella; desde La Conquista hasta La Reforma -con paréntesis porfirista y revolucionario- y luego, con la Guerra Cristera hasta la reconciliación post revolucionaria. En la cual, todo cambió para permanecer igual. Un Estado laico gracias al Sagrado Corazón de Jesús.

De esta manera, como lo precisa el historiador Jean Meyer, la élite de políticos revolucionarios empezó a bailar con la élite de la Iglesia Católica, en el mismo cabaret, con música similar e igual orquesta. Manuel Ávila Camacho (1897-1955), ya presidente electo en 1940, así lo decretó: “Soy creyente”. Y durante su sexenio -en plena Segunda Guerra Mundial- “fortaleció el poder de la férula clerical, elogió el patriotismo de la Iglesia, acabó con la educación socialista y aceleró la devolución de templos y curatos, permitió manifestaciones externas de culto”.

¿Cómo respondió la élite religiosa? Despolitizó de manera permanente el clero: en los seminarios no se habló de conflictos pasados, (hubo) silencio total sobre la Guerra Cristera; surgió una nueva generación de sacerdotes muy controlados, disciplinados, obedientes (el fenómeno fue mundial); despolitizó a los católicos, vía ese clero; orientó todas las energías hacia las vocaciones, las misiones, los seminarios, los congresos eucarísticos o marianos, el catecismo, la coronación de las imágenes (y) la multiplicación de las escuelas católicas”.

Esta fue la plataforma ideológico-política sobre la cual descansó la alianza oportunista entre el Estado mexicano y la cúpula de la Iglesia Católica para enfrentar desde una postura anticomunista, la Guerra Fría (1947-1991) entre el bloque socialista liderado por la Unión Soviética y el bloque capitalista guiado por los Estados Unidos.

¿Qué puso en crisis esa alianza que generó un sacerdocio contestatario y militante, encarnado en las figuras de Sergio Méndez, Arturo Lona, Samuel Ruiz y Raúl Vera?

Cobijada por la Guerra Fría y apuntalada por la apertura de la Iglesia Católica signada por el Concilio Vaticano (1962) emerge la teología de la liberación en las iglesias de América Latina y el Caribe situadas en un contexto de pobreza extrema, exclusión histórica y dictaduras militares o seudo democracias autoritarias.

Esta teología “dio un giro social y epistémico radical” en varios aspectos: reconoció “a los pobres como sujetos históricos e interlocutores privilegiados del Reinado de Dios anunciado por Jesús de Nazaret”. Propuso “leer la Biblia con otros ojos: los de los pobres y excluidos, para construir una praxis histórica y una teoría interdisciplinaria”. Promovió, “procesos de transformación de la realidad y su comprensión desde el seguimiento de Cristo liberador”. Y postuló así, “un modelo teológico de innovación que promovió una Iglesia de los pobres inculturada en contextos diversos”.

La 2a conferencia del CELAM de Medellín, (1968) y la 3ª celebrada en Puebla (1979) ratificaron la importancia de dicha teología bajo una efervescencia política, de una época esperanzada por construir una sociedad comprometida con el hombre.

J.C. Mariátegui, periodista y político peruano, la describía así: “La fuerza de los revolucionarios/ no está en su ciencia; está en su fe/en su pasión, en su voluntad/ Es una fuerza religiosa/ mística, espiritual”.

¿Cómo reaccionó el Estado mexicano y la élite de la Iglesia a esta teología liberadora? Se abrazaron al conservadurismo más rancio -previo al Concilio Vaticano II-. Y fortalecieron la postura del bloque capitalista liderado por EU en su confrontación con el bloque guiado por la Unión Soviética.

Este cartel clavado en las puertas de las casas de miles de familias mexicanas resumía, ese momento, así: “Este hogar es católico. No aceptamos propaganda comunista”.

(Continuará)

Este texto es responsabilidad única, total y exclusiva de su autor, y es ajeno a la visión, convicción y opinión de PorsiAcasoMx.

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