Lo repito: fui al restaurante regiomontano de media tabla, me apoltroné en mi mesa y mi silla (¡Ja! Qué rápido se apropia uno de las cosas materiales: decir mi silla y mi mesa. Estoy atado a las cosas materiales… ¡puf!) Ordené mis libros y papeles sobre la mesa.
De reojo, busqué a Jazmín con la mirada de quien busca algo perdido. El lugar, el restaurante, estaba inusualmente lleno, atestado en martes.
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Mocosos, niños corriendo y molestando mientras sus padres platican a gritos. Ya luego lo harán a palos en su casa o choza. Así funciona el mundo. Parejas de novios comiéndose a besos. Políticos conspirando en su mesa con un café deslavado como testigo. Parejas de infieles pactando terreno a disfrutar. Y claro, poetas –como su servidor– siempre con sus lecturas bajo el brazo y estúpidamente enamorado de las musas.
No veo a Jazmín. Se acerca una musa/mesera, la cual ya había visto en varias ocasiones. Guapa y madura ella. Es decir, no más de 32 años. Un manjar. Solícita, se acerca y me acerca mi copa de vino tinto, mi vaso de agua y uno de hielo.
Se aproxima melosa a mi oído y me dice a rajatabla: “¡Ay, maestro Cedillo, qué pena por usted! Hoy no viene su camarera, Jazmín. Pero yo estoy para atenderlo y servirle. Oiga, por cierto, yo tengo una fantasía sexual que mi estúpido exmarido no me cumplió. ¿Se la platico?… Mire, yo quiero ser su perra, su perrita, con collar al cuello y en cuatro patas. Encuerada, claro. Usted me pone en un plato su vino tinto y yo lo bebo con la lengua… a sorbos, como perra que soy. Luego, ¿qué me haría maestro?”.
Soy viejo. No joven. Y la juventud me da repulsa. Pero no las musas de buen ver. Me asombro de lo siguiente: los jovenazos hacen gimnasia, tienen nalgas y músculos de campeonato, pero se asustan al menor movimiento de olas bravas (no todos).
Otra: todo el día están ocupados. Tienen prisa de llegar a ninguna parte. Tiempo completo de agenda y compromisos llenos. Se cuidan y cuidan su salud (lo que eso signifique) como si fuesen a ser eternos. Cuando usted lo sabe: la vida no se ha alargado; se ha alargado la vejez y sus achaques.
Fue Paul Lafargue, yerno de Karl Marx, quien inventó el concepto de “sociedad de consumo” en su libro “El Derecho a la Pereza”. ¿Cuál es esa ciudad y sociedad utópica llamada pereza en la ciudad ideal diseñada por Lafargue? Sí, como la de San Agustín, la de Tomás Moro, la de Ítalo Calvino o la de Aristóteles.
Algo sencillo y bello: aquí la ley prohíbe más de tres horas de trabajo diario, las máquinas infernales (como las de un gimnasio) harán la chamba por uno. Habrá opulencia de bienes, dinero y servicios. Y entonces, ¿a qué dedicarse? Pues a lo saludable: disfrutar, perder el tiempo, recrearse en la flojera, beber, dedicarse a la lectura y al fornicio; caramba, eso es placer de vivir. Hoy todo ello está penado.
Cuando la bella mesera me dijo lo anterior, me quedé retorcido en mi mesa. ¿Tan mala fama tengo ya de ello: cumplir y que me cumplan fantasías sexuales sin faltar al respeto? Me quedé hecho un pendejo un buen rato y apenas besé con mis labios la copa. Ella se dio cuenta de lo anterior, claro. Me observaba todo el tiempo con su sonrisa pecaminosa. Yo desviaba la mirada como un adolescente acosado, ¡puf!
ESQUINA-BAJAN
Al final de cuentas, empecé a tratar de leer, concentrarme y apurar mi tinto. Ella (no sé su nombre) llegó y vio que mi frente estaba perlada de sudor, como si un incendio interior me consumiera. Me saludó de nuevo y con una servilleta limpió mi frente al mismo tiempo que me espetaba: “¡Ay, maestro! Ni ha pasado aún nada. No se ponga nervioso, eh. Tranquilo.
Sé que le gusta Jazmín, no lo culpo, ta’ rebonita y chiquilla la niña, pero ¿no le gustaría una mujer como yo, sin miedo a nada? Ande, ¿qué me quiere hacer, qué me quiere enseñar?”.
Madame de Lafayette dijo un día de inspiración divina: “Basta con ser”. Quien esto escribe trata de ser el mismo. Lo es. Lo soy. No puedo ni quiero cambiar. Si usted tiene una mala opinión de su servidor, la acepto. Si usted tiene una buena opinión de mí, la acepto.
¿Qué hago en el invierno de mi vida, enamorando a musas adolescentes como las camareras regias? Nada. No hay un final ni un fin; es la travesía, el camino que se anda. Nada más. Pero también, y en mi caso, nada menos.
La mesera guapa, sexy, madura (si puedo decir madura a sus insultantes 32 años) regresa a mi mesa. Algo impensable: ¡se sienta! So pena de ser suspendida. Estira una silla y se sienta enfrente de mí, cruza sus piernas morenas; mejor, del color de un ron antillano: pulidas, color bronce, torneadas, redondas, bellas, opulentas; como personaje ella de Francis Scott Fitzgerald en una terraza neoyorkina… Me pongo nervioso.
Ella ríe. Me dice: “Ja, ja, ay, maestro, usted se asusta de todo. Ya terminé mi turno, por eso estoy sentada con usted. ¿Me invita un vino tinto?”.
Seamos francos, antes la vejez era la edad de estar apaciguado, estar avinagrado, estar marchito en vida. Eso era de respeto. Alguna vez. ¿Hoy? Pues sigue siendo lo mismo, con variantes, como la mía: en el ocaso de mi vida estoy más guapo, elegante y vivo que nunca.
La mesera toma mi mano derecha, la pone en uno de sus muslos color del ron antillano y me dice al oído…“maestro, ¿quiere que sea su perrita hoy?… Olvídese de Jazmín”.
LETRAS MINÚSCULAS
Esta historia continuará el próximo jueves…

JESÚS CEDILLO
Periodista, escritor y poeta, con más de 40 años en la legua cultural y explorando el mundo.
Este texto es responsabilidad única, total y exclusiva de su autor, y es ajeno a la visión, convicción y opinión de PorsiAcasoMx
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