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Café Montaigne 371

Llego al restaurante regiomontano de media tabla, me apoltrono en mi mesa de siempre y de mi maletín saco mi libro, lápices de colores y señales para hacer muescas en sus márgenes; también mi libreta de rigor donde siempre hago estas notas, las cuales usted lee en letra redonda.

Es decir, los anteriores textos (más bien todos los de mi vida) de esta ya saga de su lectura y ánimo, donde hablo de la vejez, mi vejez, los cuales he tejido con la presencia de la bella camarera Jazmín, todos los textos están en mi libreta. En mis cuadernos.

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Ordeno mis libros y papeles sobre la mesa. De reojo busco a Jazmín con la mira-da. No la encuentro. Espero que alguien entonces llegue a atenderme. Tal vez es su día de descanso. Han cambiado el unifor-me. Ellas, con faldas más cortas y ceñidas, sin ser escandalosas. Los caballeros con una discreta pajarita en el cuello de su camisa blanca.

Bien. Otro dato: dos de las camareras llevan zapatos de plataforma, sin ser de tacón. Es decir, algo impensable e inusual en este tipo de lugares por el martirio del ir y venir de las camareras todo el día: sus pies terminarán, sin dudar-lo, como los pies molidos y petrificados de Cenicienta.

Palidezco. Empiezo a sudar a mares en un segundo, no obstante el clima gélido del minisplit siempre encendido. Alta, gallarda, como figurín de aparador neo-yorkino, veo salir a Jazmín de la cocina. En su charola de servicio trae lo de siempre: una copa de vino tinto, un vaso con agua simple y en otro, hielo. Pero se contonea, camina como entre nubes, sus muslos rotundos afloran de su minifalda (más corta a la de sus compañeras), y sí, trae unos tacones de verticalidad imposible…

Todas las miradas de los parroquianos (hombres y mujeres por igual) la siguen sin aliento. Ella es dueña de todos los ojos esa tarde. Lo sabe. Lo merece. Me quedé mudo. Convidado de piedra, al llegar a mi mesa, Jazmín me dijo de un sólo golpe: «Hola, maestro, ¿por qué no había venido a saludar? ¿Ya vio nuestro nuevo unifor-me? ¿Le gusta?… Oiga, no se va a parar a saludarme y darme un beso en la mejilla.
¿Tan fea estoy?».

A mi edad la juventud se adquiere por contagio. ¿Quién lo escribió? El relámpago del deseo, en mi caso, se mantiene vivo y en su sitio. Galante, me paro y le ofrezco mi mano un tanto estirada y muy sonroja-do, le planto un fugaz y casto beso en su mejilla. Ella hace lo mismo. Platicamos del clima y las estrellas. Charla de un cliente hacia una camarera bella y atenta. Me siento. Gentil, ella me acerca la silla. Justo cuando se retira, me dispara: «tengo un pequeño regalo para usted, me recuerda dárselo cuando se vaya»…

Sus caderas redondas se mueven con una precisión milimétrica, primero una, luego la otra; voluptuosas y erguidas debido a los tacones de verticalidad imposible.
Las caderas voluptuosas de Jazmín son como las golondrinas del poema de Gustavo Adolfo Bécquer: me dicen adiós, tal vez para no estar en mis manos jamás.

Para un hombre (o mujer) la «carga más pesada es vivir sin existir», cita de Víctor Hugo. Para mucha gente, vivir después de los 40 años es una especie de vivir sin exis-tir. ¿Qué hacer con 20 o 30 años de regalo, resultado de la evolución médica y tecno-lógica, que no se tenían hace apenas algunos lustros atrás? Mis padres murieron jóvenes, relativamente: primero mi padre y luego mi madre le siguió en el río de la eternidad compartida.

ESQUINA-BAJAN

Pero el punto hoy es: la longevidad no es, o no debería ser, una cadena de años acu-mulados, no. Cada quien sabrá cómo ponerle sal a su vida, pero ser viejo, como lo soy, no es limitante ni influye el tiempo (mucho o poco, ¿cómo saberlo?) para acometer tareas y trabajos siempre pendien-tes: seguir siendo uno mismo, por ejem-plo. O reinventarse por vanidad. Dice un aforismo de Georges Bernanos: «Sigo creyendo que la vida no es problema que resolver, sino un riesgo que correr, y, ante este riesgo total, las únicas habilidades que conozco son el amor y la santidad».

En el invierno de mi vida agrego una tercera vía: el placer, el hedonismo responsa-ble. Como ya no me alcanza para el amor, y la santidad a través de mi literatura es fiera carnicera, me queda el placer y disfrute estético de mis sentidos. ¿Cometo pecado de lujuria por andar de enamorado atrás de esta bella de 23 años? Si es así, este pecado tiene rápida solución: un buen baño y listo. A lo que sigue.

Jazmín deambula entre las mesas atendiendo comensales. Lo sabe: es la princesa de su cuento de hadas. Se mueve, y su cuerpo es un río serpenteante y lúbrico. En un segundo llega a mi tabla y, sin pensar-lo, agarra mi libreta de apuntes (insisto, donde están estas letras sobre ella. ¡Puf!), se la pone en el pecho como si fuese una colegiala y me dice: «En un rato se la regre-so, es para darle un regalo que tengo para usted…». ¿Negarse?
Imposible. Pero imploro y espero que no lea estas letras.

Luego de un rato, me trae mi cuaderno de regreso, lo deja cerrado en mi mesa y me dice con un tono socarrón: «Guárdelo en su maletín, ábralo en su casa. Aquí no». Lo abro: en una hoja, sus labios tatuados con un mensaje. Y sí, estaban sus bragas de encaje negro… ¿Qué hacer?

LETRAS MINUSCULAS

Esta historia continuará el próximo jueves…

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JESÚS CEDILLO

Periodista, escritor y poeta, con más de 40 años en la legua cultural y explorando el mundo.

Este texto es responsabilidad única, total y exclusiva de su autor, y es ajeno a la visión, convicción y opinión de PorsiAcasoMx

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