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Café Montaigne 369

Vejez. Ser viejo. El tema ha gustado. También ha incomodado. Y eso es lo importante: que usted tome lo necesario de mis letras si lo considera digno de ello; y lo contrario, deseche usted los restos, los retazos, si los considera puro bagazo.

Hablo de la vejez en general y de mi vejez en particular. Lo hago por varios motivos, uno de ellos simple y sencillo: pues caramba, soy viejo a mis 60 inviernos.

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¿Soy o me considero viejo? Las dos cosas. Escribió la poeta Emily Dickinson, la cual apenas salió de su casa y, en el extremo, apenas salía de su cuarto: “Los poetas encienden lámparas nada más/ Ellos, por su parte –se extinguen–…”. Por lo anterior, porque mi luz tarde o temprano se va a apagar, se va a extinguir, trato de dejar mis exploraciones e ideas por escrito y en letra redonda.

¿Es bueno o malo decir uno mismo que es viejo? En lo personal, para mí no es cuestión de un valor moral o tasarlo en balanza alguna, sencillamente es lo que es: una realidad.

“Es natural para un hombre de cierta edad mirar hacia atrás con sentido del humor”. El aforismo lapidario es de Thomas Mann. Pero, en realidad, un 99 por ciento de los viejos (“tercera edad”, para que nadie se enoje) miran hacia atrás, de plano, refunfuñando, engarruñados y avinagrados. Estoy lejos de ello aún.

A mí me place y me divierte ser viejo. Al parecer, eso que llaman “rabo verde”, por aquello de que sigo enamorando señoritas de escasa edad, pero de muchos atributos físicos.

Aún en estos días me sigue doliendo mi esqueleto. Lo repito, no he querido ir al consultorio del médico, doctor y chamán, don Carlos Ramos del Bosque, por un motivo: son los achaques de mi edad. No más.

Espero pronto restablecerme vía cosa de contagio: acariciando la piel de la mesera regia de 23 años. La ingrata me sigue enseñando sus largas y torneadas piernas, me coquetea (acosa, es el término) y no deja de hacerlo: se divierte, levanta su falda, me enseña sus diminutas bragas negras de encaje, cruza y descruza sus piernas con una sexualidad palpitante y, cada vez que pasa por mi mesa, me toca el hombro, el cabello; jala mis rulos… y ríe. Siempre ríe.

¿Soy un viejo, un anciano fuera de moda? Espero no. Por lo pronto, soy un viejo feliz. Hay ancianos huraños que se quejan de todo y de todos: de sus parientes, de la basura en la calle, de sus amigos, del café deslavado; se quejan lo mismo de la primavera que del invierno. Es lo que el filósofo Edmund Husserl anotó como “las cenizas del gran cansancio”.

No en mi caso, afortunadamente. Hace mucho tiempo valoro estar en mi casa: aquí trabajo, aquí hago el amor, aquí leo; desde aquí investigo, analizo. Tengo 60 años, he derramado tinta sobre mi libreta al menos tres veces y, a esta edad, se valora estar en casa… aunque los viajes son lo mío.

El viajero sólo lleva el ticket de ida, jamás el de regreso. Sería entonces un turista, y nada más alejado de la profesión de escritor y periodista que el ser un turista en lo que el “Santo de Aracataca”, Gabriel García Márquez, definió como el “oficio más bello del mundo”.

ESQUINA-BAJAN

Admiro y compadezco a los jóvenes atados a su celular “inteligente”. Llevan una vida rutinaria, la cual conduce al aburrimiento y abulia total: gimnasia en el gimnasio de 6:00 a 7:00 a.m. Desayuno saludable (agua y alpiste) de 7:30 a 8:30. Oficina de 9:00 a 5:00 p.m. Luego, atarse a las redes sociales de tiempo completo. Tal vez un café deslavado y algo de proteína.

Compromisos personales y familiares: es decir, matar el tiempo con pasmosa precisión. No perderlo (lo que eso signifique), sino agotarlo lo más rápido posible.

Paradójicamente, hoy que nadie dice “completar el tiempo” (lo que eso signifique).
“No todo lo que está en reposo, está inmóvil”, escribió el gran Aristóteles. Su servidor prefiere, al parecer ya como final, la dulce compañía de la lentitud y no la velocidad.

Me deleito perdiendo el tiempo en una cantina, restaurante o bar urbano. El tiempo es mío, desde hace bastante tiempo a la fecha. ¿Me espera, en mi muerte, el Infierno, el Purgatorio o el Paraíso? Los tres estratos dantescos hoy están aquí en la tierra. No es necesario morir para enfrentarse o deleitarse con cualquiera de ellos. Ni me importa.
Básicamente, hoy hay hordas de “colegiales arrugados”.

No conocen ni quieren conocer el mundo. Son viajeros inmóviles… pero no leen, sino que están atiriciados en su celular. Cuando he estado ya bajo los sanos efectos de los vapores etílicos y quiero seguir la fiesta perpetua, estos colegiales arrugados se niegan, arguyendo pretextos que en mi vida de jovenzuelo eran impensables.

“Vivir no es atroz, sino superfluo”, escribió Lucio Anneo Séneca. Le creo. Y como es superfluo, pues hay que rasparse la vida haciéndolo de la única manera: viviendo. Le repito el aforismo invulnerable del abogado Gerardo Blanco Guerra: hay que irnos de la tierra con la vida muy gastada, las cuentas del banco vacías y ligeros de equipaje.

Cuando Marcel Proust ganó en 1922 el prestigiado Premio Goncourt en Francia, un diario tituló su nota: “¡Paso a los viejos!”. Proust tenía en ese entonces… 48 años.

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Esta historia continuará el próximo jueves…

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JESÚS CEDILLO

Periodista, escritor y poeta, con más de 40 años en la legua cultural y explorando el mundo.

Este texto es responsabilidad única, total y exclusiva de su autor, y es ajeno a la visión, convicción y opinión de PorsiAcasoMx

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