Los corridos, la sátira, las parodias y otras formas de expresión siguen a México a través de la historia. Lo mismo en torno a fogatas que en el monte; en las cantinas y en las sobremesas familiares, cuando las había; y si no, sentados en el suelo. Desde la Independencia, la Guerra de Reforma, la Revolución y otros momentos cruciales, la música acompaña al pueblo. Los padres la transmitían a sus hijos y estos a su prole en ciclos interminables. Denunciaban injusticias y abrían cauce a reivindicaciones sociales. Acusaban y ridiculizaban a las minorías privilegiadas (mineros, comerciantes, hacendados, nacionales y extranjeros, políticos, curas…) y al poder clasista y expoliador.
La música abrazaba y entronizaba a caudillos, rebeldes y «locos» (Francisco Villa y Emiliano Zapata) que se alzaban contra el sistema opresor y el Gobierno déspota. Reflejar la situación del país contribuyó a cambiarla, momentáneamente, pues al cabo las cosas volvían a su estado anterior: riqueza concentrada en pocas manos y pobreza multiplicada. Con el paso del tiempo, los líderes se empezaron a extinguir. A unos se les asesinó a traición; otros se vendieron y algunos resistieron. Octavio Paz recuerda de su infancia y juventud:
«Mi abuelo, al tomar el café, / Me hablaba de Juárez y de Porfirio / Los zuavos y los plateados / Y el mantel olía a pólvora / Mi padre, al tomar la copa, / me hablaba de Zapata y de Villa, / Soto y Gama y los Flores Magón / Y el mantel olía a pólvora / Yo me quedo callado: / ¿De quién podría hablar?». La canción, en voz de Óscar Chávez, en «Parodias políticas y otras yerbas», desgarra. Los corridos de la Revolución, de López Tarso, remiten al mismo pasado y hacen hervir la sangre.
La música de esa época narraba historias e identificaba a héroes y villanos. El discurso oficial y los poderes fácticos invertían los papeles, pero el engaño funcionaba solo para ellos. Hoy día, ¿de qué y a quién puede cantarse? ¿A los políticos? ¿A los empresarios? ¿A los banqueros? Si la corrupción y la violencia dominan parte de la escena nacional y los capos de la droga se enseñorean. Si no hay Gobierno que les marque el alto, maestros que eduquen ni padres que infundan valores y principios. Si el mal gusto y la ramplonería contaminan el ambiente, y los traficantes y bandidos son colocados en altares. Si la mujer, pese las reformas para resguardar sus derechos y garantizar la igualdad política, son todavía objeto de burla y los insultos contra ellas se celebran, no debe extrañar, entonces, que la música en boga —ruidosa, alienante y ensordecedora— y las series de televisión, vulgares y oprobiosas, lo invadan todo.
Si en el pasado se hacía apología de causas nobles y de quienes luchaban por el país, la igualdad y la justicia al extremo del sacrificio —o del amor—, hoy se exaltan los antivalores y sus derivas destructivas. Los narcocorridos resultan abominables. ¿Qué le aportan a la sociedad, a los jóvenes, a los niños? Al contrario, incitan a la transgresión, al sometimiento de legiones a intereses perversos y a la negación de una realidad profunda. Sin embargo, lo que ven (anarquía, violencia, venalidad…) es lo que reflejan. Durante la construcción de México, los corridos, cantados con llanto y rebeldía, eran también espejo de su época. Regenerarlo corresponde a todos: sociedad, Gobierno, padres de familia, iglesias, medios de comunicación. La destrucción, en cambio, es cosa de pocos.

Gerardo Hernández
GERARDO HERNÁNDEZ es periodista desde hace más de 40 años en Coahuila. Director General de Espacio 4. Este texto es responsabilidad única, total y exclusiva de su autor, y es ajeno a la visión, convicción y opinión de PorsiAcasoMx