La movilización social no pertenece a la izquierda, pero en su caso es más auténtica, pues reúne a las víctimas de la opresión política, económica y criminal.
La derecha tiene canales directos para ser escuchada, defender sus intereses e incidir en las decisiones del Estado.
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Lo hace a través del lobby, los medios de comunicación, intelectuales, escritores y plumas mercenarias.
La protesta popular busca, en primer término, concienciar sobre la necesidad de un cambio político, real, no simulado; visibilizarse y crear bases en todo el territorio.
El segundo objetivo es más importante aún. Consiste en lograr en las urnas alternancias pacíficas у civilizadas para acreditar sus luchas.
La vía armada, propagada en América Latina —incluido México— tras el triunfo de la Revolución cubana, en 1959, no dio resultado.
Sin suficiente apoyo civil, los movimientos revolucionarios no sólo afrontaron dictaduras feroces, sino también a Estados Unidos, de las cuales muchas eran satélites.
En las elecciones de 1994 el Gobierno y las televisoras desplegaron un plan para presentar al Partido de la Revolución Democrática como un partido violento e infundir miedo entre la ciudadanía.
Las víctimas del sistema eran, en realidad, los candidatos, dirigentes y seguidores de esa formación. El propósito saltaba a los ojos: neutralizar a Cuauhtémoc Cárdenas y evitar que sucediera a quien, seis años atrás, le había robado la elección: Carlos Salinas de Gortari.
En ese contexto se hizo crecer la figura de un aliado, Diego Fernández de Cevallos. La lógica era simple: mejor un panista en el poder que un líder de izquierda popular que conjurara el embrujo salinista у exhibiera la corrupción neoliberal.
Mordido el anzuelo por Fernández y la opinión pública, la presidencia inclinó la balanza por Ernesto Zedillo, quizá por su tibieza —aparente— y falta de oficio político.
El candidato panista se quedó sin reflectores de la noche a la mañana y el aparato se volcó con Zedillo.
Las secretarías de Estado trabajaron horas extras; no para atender los problemas ingentes del país ni para frenar la violencia, sino para promover el voto por el PRI.
El tiro le salió por la culata a Salinas, pues tan pronto como Zedillo asumió el poder encarceló a su hermano Raúl por el asesinato de José Francisco Ruiz Massieu (virtual líder del Congreso) y enriquecimiento ilícito.
Salinas entendió el mensaje, hizo la maleta y abandonó el país tras una huelga de hambre, en un barrio de Monterrey, la cual duró unas horas.
En todo ese proceso, la derecha, sus voceros y sus líderes vieron los toros desde la barrera.
Excepto Manuel J. Clouthier, candidato presidencial en 1988, Luis H. Alvarez y el puñado de valientes que desafiaron al régimen.
Frente al autoritarismo, la venalidad y los fraudes para imponer a Carlos Salinas, Felipe Calderón y a muchos gobernadores, optaron por cerrar los ojos.
La privatización de bancos, televisoras y empresas públicas
(AHMSA) la recibieron con fanfarrias.
Lanzaron vivas al Fobaproa y al rescate carretero (en el lenguaje mediático neoliberal, las transferencias a las élites son «salvamento»; y para los pobres, «dádivas»).
Enmudecieron cuando Zedillo desapareció la Suprema Corte de Justicia de la Nación y nombró en su lugar a 11 ministros de su agrado.
Las masacres de Aguas Blancas, Acteal y otras comunidades las vieron como si tal cosa. La guerra contra el narcotráfico, basada en el exterminio, y el asesinato de civiles no los inmutó.
La izquierda, mientras tanto, bregaba y tomaba las calles. El campo estaba abonado para el cambio de régimen.

Gerardo Hernández
GERARDO HERNÁNDEZ es periodista desde hace más de 40 años en Coahuila. Director General de Espacio 4.
Este texto es responsabilidad única, total y exclusiva de su autor, y es ajeno a la visión, convicción y opinión de PorsiAcasoMx
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