En México, el agua y el campo se han convertido en territorios de disputa. No es casualidad: mientras el Estado presume avances en la gestión hídrica, los campesinos denuncian que la nueva Ley General de Aguas amenaza con despojarlos de su recurso más vital.
La pregunta que resuena en las plazas rurales es contundente: ¿cómo confiar en un gobierno que ha eliminado más de veinte programas de apoyo al campo y que, en lugar de garantizar seguridad, ha permitido que el crimen organizado se convierta en autoridad de facto en vastas regiones?
LEE MÁS DEL AUTOR JAIME MARTÍNEZ VELOZ
La iniciativa de la presidenta Claudia Sheinbaum busca ordenar el uso del agua y garantizar el derecho humano al acceso. Sin embargo, en su diseño actual, la ley presenta riesgos graves para la vida campesina. Al separar la propiedad de la tierra del derecho al agua, se devalúan los terrenos agrícolas y se rompe el binomio que ha sostenido la producción rural por generaciones. Los títulos de agua ya no podrán heredarse ni transferirse, lo que genera inseguridad jurídica y amenaza la continuidad de proyectos familiares. Además, se tipifican “delitos hídricos” con penas de hasta diez años de prisión, criminalizando prácticas de riego tradicional. El Estado podrá revocar concesiones no utilizadas, abriendo la puerta a expropiaciones de facto, y limitar el uso del agua exclusivamente al riego, impidiendo la diversificación productiva.
El problema no es menor. El 67.5% del agua nacional se destina al sector agropecuario, según datos de CONAGUA. Cualquier restricción golpea directamente la soberanía alimentaria. Y el panorama es alarmante: México ocupa el lugar 26 a nivel mundial en estrés hídrico, considerado de riesgo alto. Las presas nacionales reportan un almacenamiento promedio de apenas 56.5%, mientras el Sistema Cutzamala se encuentra en 53.3%, cifras insuficientes para garantizar seguridad hídrica. El país apenas alcanza un 69.9% de avance en el Objetivo de Desarrollo Sostenible 6 (agua limpia y saneamiento), por debajo del promedio regional latinoamericano.
La Ley de Aguas es solo la chispa más reciente en un campo que acumula agravios. La desaparición de programas como Procampo, Fomento Ganadero y los subsidios para maquinaria y fertilizantes ha dejado a los productores sin respaldo técnico ni financiero. La inseguridad es otro frente: en regiones enteras, los cárteles imponen cuotas, controlan la comercialización y extorsionan a agricultores. El Estado ha sido incapaz de garantizar seguridad en el campo. A ello se suma la apertura indiscriminada de fronteras, que ha inundado el mercado con granos más baratos, desplazando la producción nacional. Hoy, México importa más del 52% del maíz que consume, consolidándose como el principal importador mundial por tercer año consecutivo. La producción nacional ronda los 25 millones de toneladas, mientras las importaciones alcanzan hasta 50 millones. El trigo también enfrenta una crisis: la siembra en Sonora cayó 66%, y la producción nacional se redujo más del 24% respecto a 2023.
La paradoja es brutal: mientras el campo se hunde, las frutas y hortalizas mantienen dinamismo con 44 millones de toneladas, de las cuales 10 millones se exportan, principalmente a Estados Unidos. La dependencia de un solo socio comercial convierte a México en vulnerable ante cualquier tensión geopolítica. El sector pecuario, con 26 millones de toneladas de carne, leche, cerdo, pollo y huevo, enfrenta problemas de enfermedades porcinas y sequías que amenazan su estabilidad.
Si la Ley de Aguas se aprueba sin modificaciones sustanciales, los efectos serán devastadores. Tierras sin agua perderán valor y quedarán a merced de compradores externos. Agricultores sin medios de subsistencia se verán obligados a abandonar el campo, alimentando la migración hacia ciudades o al extranjero. El agua podría concentrarse en manos de grandes corporaciones o actores estatales sin transparencia, reproduciendo desigualdades. Al criminalizar prácticas agrícolas, se abrirá un nuevo frente de confrontación entre campesinos y autoridades. Y, sobre todo, se debilitará la soberanía alimentaria: menos producción nacional significa mayor dependencia de importaciones y vulnerabilidad ante crisis internacionales.
El campo mexicano no pide privilegios: exige respeto, seguridad y condiciones para producir. La Ley de Aguas, tal como está planteada, amenaza con profundizar el abandono y convertir al agricultor en enemigo del Estado. La desaparición de programas de apoyo y la alianza tácita con el crimen organizado son pruebas de un modelo que ha dado la espalda a quienes sostienen la alimentación del país. Hoy, las protestas campesinas son un grito de dignidad. No se trata solo de agua, sino de vida, de soberanía y de memoria. El Estado debe escuchar antes de que la sequía institucional se convierta en un desierto de justicia.

Jaime Martínez Veloz
Luchador social, politólogo, incómodo al poder, ex legislador.Presidente del Centro de Estudios y Proyectos para la Frontera Norte “Ing. Heberto Castillo Martínez”.
Este texto es responsabilidad única, total y exclusiva de su autor, y es ajeno a la visión, convicción y opinión de PorsiAcasoMx
MÁS EDITORIALES, ARTÍCULOS Y REFLEXIONES EN ASÍ DICE