Ya terminé de ver la serie sobre Juanga. Probablemente sea lo que menos necesita comentario, pero no puedo no hacerlo.
Juanga era el cantante favorito de mi familia. Crecí con su música, la oí ad nauseam y memoricé sus canciones contra mi voluntad.
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Nunca me gustó su música estridente y comercial, su estilo chillón y su voz desgarrada, que por momentos parecía un manojo de girones. Sólo ahora de adulta puedo reconocer la genialidad de Alberto como compositor, su talento en bruto y su creatividad sin límites.
Sus canciones hablan obsesivamente del amor, de ese del que adoleció por completo durante una parte fundamental de su vida. Juanga es todo lo improbable que existe en México.
Un huérfano de padre cuya familia migra del campo a la frontera. Un niño que pasa una infancia en un internado y después se reintegra, no a una familia, sino a la lucha por la sobrevivencia, en la calle.
Salió adelante con lo único que sabía hacer, que era cantar y componer. Sin estudios, sin padrinos, sin patrocinios de ningún tipo. Preso por accidente, compartió prisión en Lecumberri con los presos del ‘68 y la guerrilla, a los que era cercano generacionalmente, aunque nunca tuvo nada qué ver con ellos.
Su genialidad fue descubierta de chiripa. Lo más asombroso de su éxito es que no tuvo que sacrificar su identidad queer para escalar. Conquistó todas las cimas a pesar de la homofobia, el machismo, la discriminación contra los “provincianos”, los pobres y los ex-presos.
Juanga se arraigó en las masas y en las élites por igual. Su música pudo haber sido estereotipada como la de los nacos y feos de siempre, pero ocurrió todo lo contrario. Se convirtió en un símbolo de la cultura mexicana, popular o no.
Creo que el fenómeno Juanga obedece a ese México cuasi totalitario donde el PRI, Televisa y la Iglesia Católica controlaban las mentes y los corazones de la mayoría.
Juanga pasó por el embudo de la cultura dominante porque con su lenguaje corporal y su voz desgarrada expresaba lo que no se podía decir. Los sentimientos ocultos, las identidades sexuales reprimidas, el dolor tan profundo que nos atraviesa a los humanos por diferentes circunstancias de la vida.
A pesar de su arraigo popular, Alberto fue un desarraigado. Casi no hay ninguna mención en el documental a su vínculo con su tierra nativa, Michoacán. Tampoco la hay a ningún personaje que hubiera sido el gran amor o desamor de su vida.
Alberto era un nómada que compraba casas en todos lados para vivir en ninguna.
Rechazado en gran medida por su familia biológica, consolidó muy pocos vínculos de por vida. Y no logró superar sus vacíos traumáticos.
Sigo pensando que Alberto pudo haber sido una mujer trans que sólo se atrevió a ser gay a través de Juanga. Que esas mujeres que dibujaba obsesivamente eran no una aspiración materna, sino su alter ego femenino.
Juan Gabriel fue llamado divo, pero en esta época tal vez sería más correcto llamarle dive, en reconocimiento a su ambigüedad sexual. Aunque no hay que olvidar que Juanga nunca fue un defensor de la comunidad sexodiversa.
Nunca luchó por nadie más allá de sí mismo. No sé si la música de Juanga trascenderá a las futuras generaciones. Me parece muy fijada en un tiempo y un espacio que cada vez parecen más ajenos.
Lo que persistirá será la memoria de este titán, que es un fenómeno excepcional en el panorama cultural de México.
Alguien que empezó a ras de suelo y subió hasta el último peldaño de la escala socioeconómica, con todo en contra.

Adela Cedillo
Doctora en Historia de América Latina por la Universidad de Wisconsin-Madison Es licenciada en Historia y maestra en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha publicado artículos en revistas indexadas y de divulgación y capítulos en obras colectivas sobre la guerra sucia mexicana, las organizaciones armadas revolucionarias, los derechos humanos y la guerra contra las drogas. Tw @Eliseirena
Este texto es responsabilidad única, total y exclusiva de su autora, y es ajeno a la visión, convicción y opinión de PorsiAcasoMx
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