Hace unos días, Saltillo cumplió 448 años. Y no puedo evitar mirar hacia atrás y pensar en cómo fue que esta ciudad, que en un principio me pareció ajena, se convirtió en parte de mí.
Llegué en el verano de 2014, sin imaginar que me quedaría más que unos meses. No nos quisimos de inmediato: me quejaba de que “los saltillenses no saludan”, de la falta de taxis, del frío de sus inviernos, de la comida diferente a la lagunera, pero el ser humano tiene esa increíble capacidad de adaptarse, y yo, aunque me tardé, encontré mi lugar aquí.
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Mi hermana Ale y yo fuimos roomies durante unos años, y creo que si ella no hubiera estado conmigo, no habría logrado adaptarme. Fueron grandes momentos junto a ella.
Poco a poco, esta ciudad me fue cobijando. Me ha regalado días soleados de calma, inviernos introspectivos, y otoños que me empujaron al cambio. En su centro histórico —ese que alguna vez soñé habitar—, me descubrí feliz. Escribí un libro, comencé mi labor como activista, encontré redes de apoyo y gente valiosa, muchas también llegadas desde la Laguna. Ya no somos tan pocos.
No todo ha sido fácil. He vivido momentos oscuros, lejos de mi familia y de viejas amistades, pero también logré sueños anhelados, como ese de vivir en pareja; el «amor de la pandemia» del que tantos recuerdos tengo.
Descubrí que podía cocinar, que ya no se me quemaba el agua y que incluso hacer postres o inventos propios me relajaba. El arroz con leche y la carlota de mango son mis favoritos… Mis favoritos porque no sé más, jejeje.
Saltillo me ha enseñado a escuchar con atención lo que me rodea: el tren nocturno a lo lejos, el barullo matutino de la ruta recreativa, las campanadas de la Catedral de Santiago, los autos que rugen en las avenidas como si fuera la Fórmula 1 (y no digan que no, porque yo lo veo diario).
También me ha despertado ese sentido del olfato al que agradezco cuando, a veces, el aroma del café Oso se esparce por buena parte de la calle Allende, o cuando al mediodía llega el olor de un buen corte de carne: es señal de que ya está trabajando la cocina de un restaurante que se encuentra cerca de mi casa.
Y aunque mi corazón sigue siendo lagunero —santista, nostálgico de Torreón—, tengo que admitirlo: también soy de aquí. Soy norteña por nacimiento, pero saltillense por decisión. Soy de los corridos norteños, de los Cardenales de Nuevo León, y de los huapangos que interpretan los Viejones de Linares.
Y aunque nunca he ido a verlos jugar, también le voy de vez en cuando a los Saraperos.
Hoy, a once años de distancia, agradezco. porque esta ciudad no solo me recibió, me transformó.
Gracias, Saltillo.
PD. Por cierto, desde hace unos años, a mí ya me saludan. Creo que ya pasé la prueba…

DANIELLA GIACOMÁN
Daniella Giacomán Vargas (Monterrey, NL, 1979) Es licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad La Salle Laguna en 2002. Periodista, escritora, editora y activista. Durante más de 20 años, ha trabajado en diversos medios impresos como La Opinión (hoy MILENIO Laguna), Imagen de Zacatecas, La Jornada Zacatecas, VANGUARDIA, El Guardián y en Capital Coahuila, de Grupo Región. Ganadora de premios estatales de periodismo Coahuila 2003 y 2009 en la categoría de crónica cultural; en 2016 obtuvo el reconocimiento a la trayectoria profesional otorgado por el Senado de la República y la Asociación Comunicadores por la Unidad AC, en la Ciudad de México. Desde hace 11 años es vocera del Síndrome de Moebius en México y en 2022 lanzó su primer libro "El milagro y la sonrisa", bajo el sello editorial Amonite. Este texto es responsabilidad única, total y exclusiva de su autor, y es ajeno a la visión, convicción y opinión de PorsiAcasoMx