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Profesión de fe

No soy experta en religión ni mucho menos. Cursé la primaria, secundaria y preparatoria en instituciones educativas religiosas, y de lo que más recuerdo con cariño es el viaje de misiones, donde no hay nada, absolutamente nada, más que ser empáticos y prodigar la fe en Dios, en un Dios bueno, en un padre amoroso que nunca deja de extendernos sus brazos.

Este jueves se eligió al Papa número 267. León XIV es su nombre. Nacido en Estados Unidos, Robert Prevost Martínez es el nuevo pontífice y tiene una tarea muy grande: seguir los pasos de Francisco y continuar con la apertura al cambio que tanto necesita la Iglesia.

Pero mientras los reflectores del mundo vuelven a mirar hacia Roma, yo miro hacia dentro. Como decía Carl Jung: «Quien mira hacia afuera, sueña; quien mira hacia dentro, despierta».

Porque en medio de las luces no podemos ignorar las sombras que envuelven a la Iglesia desde hace tiempo: los escándalos de pederastia, la burocracia, la seducción por el poder, la pérdida de credibilidad, y una fe que, en muchos templos, parece haber sido sustituida por ritos, reliquias y símbolos, cada vez más lejanos de su origen.

La verdad —y con todas sus letras— es que la Iglesia Católica dejó de representarme hace tiempo. Y no es que haya dejado de creer; al contrario, creo con más fuerza que nunca, pero la institución, a mi punto de vista, ya no refleja los valores de humildad y justicia que Jesús enseñó.

Los números no mienten: el censo del INEGI de 2020 reflejó una disminución considerable. Solo el 77.7 por ciento de las personas se identifican como católicas, cuando en 2010 era el 82.7 por ciento. Cada vez somos menos los que nos consideramos católicos.

Y por supuesto que no es por falta de fe, sino por la falta de honestidad de una Iglesia que no deja de encubrir, que se ha alejado del mensaje genuino del maestro Jesús.
Creo —y sólo creo— que la Iglesia ha perdido en parte su esencia. Por ejemplo: no reniego de los santos ni de la tradición, pero ¿qué tan necesario es llenar los templos con imágenes de cada figura venerable?

Se nos ha dicho, quizás a manera de justificar, que se reza a otros santos para que intercedan ante Dios, pero ¿no sería más fácil orar directamente a Él? ¿No sería más genuino arrodillarse y despojarse de todo orgullo y falsa vanidad? No es juicio, es reflexión.

Me incomoda saber que cientos de fieles hacen fila para ver las reliquias de San Judas Tadeo, como ocurrió recientemente con su llegada a Coahuila. La veneración a un fragmento óseo del brazo del apóstol me provoca mucho pesar ¿Por qué ir a venerar un hueso cuando no somos capaces ni de saludar a la persona que nos precede en la fila del supermercado?

Y por aquello de que alguien tenga buena memoria: sí, yo hice fila hace unos años para ver las reliquias del fallecido papa Juan Pablo II en Torreón. Esperé por horas y me emocioné.

Pero una cambia. Va informándose y va tejiendo una nueva conexión con Dios que te hace cuestionarte muchas cosas que ya no hacen clic contigo misma. Pienso que esa devoción estaría mejor encauzada en el servicio, en la oración sincera, en la ayuda al prójimo. Y no quiero sonar agresiva, pero eso no sé si es fe o sólo un show disfrazado de devoción.

Jesús no construyó templos. Caminó, sanó, escuchó y perdonó. Nunca cobró por aliviar física o espiritualmente a alguien, ni pidió donativos para construir figuras o esculturas religiosas. Hoy la Iglesia cobra por los sacramentos: por decir «sí» ante el amor, por acompañar en el dolor, por bendecir la vida y hasta por «despedir la muerte».

No, yo no quiero eso. Quiero una Iglesia fiel a sus principios. Que recuerde su vocación misionera y salga de sus muros para abrazar a quien más lo necesita. Que escuche a quienes han sido heridos por sus curas y actúe con justicia, no con encubrimiento.

Que vuelva a los votos de pobreza como un compromiso permanente. Que no tema reconocer lo que se ha hecho mal. Que escuche a las voces que, desde la ciencia, la historia y la razón, van desvelando secretos antiguos, no para destruir, sino para sanar.

Hoy —y sólo hoy— es tiempo de que la Iglesia se reforme desde adentro, que hable con la verdad, que deje el miedo al pensamiento moderno y abrace lo que Jesús enseñó: que nadie se quede fuera, que todos se sientan aceptados, incluidos y amados.

Esa es mi profesión de fe: personal, imperfecta, agresiva quizás, pero nacida de un amor profundo que le profeso al Padre por tantas bendiciones recibidas sin merecerlas. Ojalá tengamos todos, Iglesia y comunidad, el coraje de mirar hacia adentro y cambiar lo que haya que cambiar.

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DANIELLA GIACOMÁN

Daniella Giacomán Vargas (Monterrey, NL, 1979) Es licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad La Salle Laguna en 2002. Periodista, escritora, editora y activista. Durante más de 20 años, ha trabajado en diversos medios impresos como La Opinión (hoy MILENIO Laguna), Imagen de Zacatecas, La Jornada Zacatecas, VANGUARDIA, El Guardián y en Capital Coahuila, de Grupo Región. Ganadora de premios estatales de periodismo Coahuila 2003 y 2009 en la categoría de crónica cultural; en 2016 obtuvo el reconocimiento a la trayectoria profesional otorgado por el Senado de la República y la Asociación Comunicadores por la Unidad AC, en la Ciudad de México. Desde hace 11 años es vocera del Síndrome de Moebius en México y en 2022 lanzó su primer libro "El milagro y la sonrisa", bajo el sello editorial Amonite. Este texto es responsabilidad única, total y exclusiva de su autor, y es ajeno a la visión, convicción y opinión de PorsiAcasoMx